miércoles, 9 de abril de 2008

Lyle Owerko / The day that no birds sang

© Lyle Owerko

(Tomado de d[x]i )
El 7 de septiembre del 2001, durante el vuelo de regreso a Nueva York desde Dar Es Salaam, tuve un flashback de los que acababa de vivir las 5 semanas anteriores. Había estado haciendo fotos de elefantes peleándose, documente enfrentamientos callejeros y conduje con mis amigos en medio de una tormenta de gas lacrimógeno y neumáticos incendiándose en medio de un motín. Volvía a Nueva York para fotografiar anuncios de una campaña. Parte del viaje a casa significaba cambiar de avión en Johannesburgo. Hacer una parada me hacía pensar en la posibilidad de no volver a casa. Mientras estaba sentado en la estación de tránsito observé por los ventanales cómo una puesta de sol anaranjada se fundía en un inolvidable agujero en el cielo. Cada día en África genera una visión única que hace que irse de allí sea difícil. Es el extremo constante entre la tragedia y la belleza.n irme era como si abandonara todo lo tangible y conmovedor que había en mi vida. Al mismo tiempo, sentí que tenía que estar en Nueva York por alguna razón. Cuatro días después, justo después de las 8:47 de la mañana del día 11 de septiembre, estaba corriendo por el barrio de Tribeca buscando el origen del peor sonido que he escuchado jamás. El destino final fue el complejo del World Trade center, que ya tenía un agujero abierto en la torre norte. A los pocos minutos de haber llegado al complejo, otro avión emprendió su caída suicida. Pasando sobre mí impactó contra las torres con un golpe indescriptible. Protegiéndome de la bola de fuego y la lluvia de cristales y acero me las arreglé para hacer una serie de fotos. Apenas 10 minutos después de haber salido de mi departamento fotografié la imagen que seria la portada de la revista time.


En las siguientes dos horas llené múltiples carretes con imágenes de personas saltando de las torres y una carnicería inimaginable. La mayoría de esas imágenes permanecen en mi archivo silenciosamente congeladas en memoria de ese día. Lo que estas imágenes no podrán expresar jamás es el sonido que tengo en mi cabeza. Es terrible recordar los gritos de horror de la muchedumbre que presenciaba el ballet de muerte aquella mañana en la calle. Aún ahora, seis años después del suceso, mis oídos detectan cualquier sonido fuera de lo normal en Nueva York. ¿Se trata de un grito de dolor? ¿Hay peligro? ¿Es un estruendo sónico de algún avión en peligro? Todos los sonidos pasan por un filtro interno para asegurarse que mi percepción no se equivoca. El día 9/11/2011 robó completamente mi inocencia, y la de mucha gente.
A pesar de haber visto muchas cosas horribles antes y después de ese día, nunca estuve en una situación en que me sintiera tan impotente. Hay muchos casos por los que he pasado mientras hacía fotos con el propósito de ayudar pero ese día fue demasiado. Todo lo que pude hacer fue disparar el obturador para documentar algo que no comprendía y que probablemente nunca comprenda del todo. Recuerdo a la policía gritándome aquella mañana para animarme a seguir haciendo fotos que documentaran lo que estaba pasando. Ellos entendían la trascendencia del suceso. En las imágenes de esa mañana quería capturar la divinidad de la gente que saltaba, y de alguna manera definir con integridad y paz la decisión que habían tomado. No son fotos fáciles de mirar, especialmente ahora que el mundo es un escenario saturado de realidades fabricadas por los media y de la naciente clase “celebritocray” donde la proyección descarada ante la cámara conduce a la fama y la fortuna. Es muy duro salir de esa burbuja para mirar el momento “real” entre la vida y la muerte. Nos obliga a enfrentarnos a muchas cosas, incluso a nuestra propia moralidad. Simplemente espero que estas fotografías pasen entre las generaciones como una herramienta informativa para que los futuros habitantes de este planeta vean y entiendan que toda vida es preciosa y valiosa. Y comprendan cuan fácil es que un parpadeo la inocencia sea robada.



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