viernes, 17 de agosto de 2012

José Casals / Puruchuco Fotografiada


Escribir sobre Puruchuco es por lo tanto una de las tantas formas para conocerlo, aunque quizás la más mediatizada y alienante. Pero ¬conocer Puruchuco no es solamente trasmitir a un grupo de lectores una serie de informaciones, filtradas por la historia y por la documentación contemporánea, sobre su naturaleza arquitectónica y sus variadas funciones a través del tiempo. Por ello antes de seguir adelante, es necesario deslindar el territorio de la escritura acerca de esta edificación de los demás campos de conocimientos en que éste se manifiesta. A tal propósito he establecido los que me parecen, sus más amplios niveles perceptivos, y que he ordenado así: a) la PURUCHUCO VIVA, en el esplendor de sus múltiples funciones y la perfección de su estructura, como fue vista por primera vez por quien probablemente fue su encomendero: Miguel de Estete de Santo Domingo de la Calzada; b) la PURUCHUCO EN RUINAS, es decir antes de la consolidación y puesta en valor realizada por Arturo Jiménez Borja y sus amigos; c) la PURUCHUCO RESTAURADA, tal como la vemos hoy día y que se pues visitar desde 1961; d) la PURUCHUCO FOTOGRAFIADA, como aparee en la secuencia fotográfica de José Casals que se expone en este volumen; e) la PURUCHUCO ESCRITA, a que aludía al comienzo de esta reflexión, y que es la única que realmente me compete, pero que no puede ignorar el contexto «estratigráfico» en que se manifiesta integralmente.

La PURUCHUCO FOTOGRAFIADA por José Casals señala el ingreso de la tecnología moderna en el área de la mansión indígena, y la pone al servicio de estos venerables vestigios.

Si bien la fotografía más reciente tiende a constituirse —y lo es ya de hecho— en uno de los más sutiles «media» creativos de la época, ella es al mismo tiempo —con igual violencia que el cine o la televisión— uno de los más alienantes instrumentos de la sociedad de consumo. El incesante flujo de imágenes que caracteriza a nuestra época tiene en el objetivo fotográfico su más aguerrido, viejo y tenaz ¬aliado. No hay obra fotográfica que no esté amenazada por su propia naturaleza masiva. Una bella imagen está expuesta a la mejor como a la peor suerte. Ello depende solamente de lo que esa misma imagen encierra de genérico o de particular. Por ejemplo, una manzana fotografiada sobre yerba verde puede igualmente servir como slogan visual para una marca de conservas, como puede también —es el caso de un trabajo mío realizado hace algunos años— contener un principio lírico, particular, inalienable. En este caso, la didascalia relativa, voluntariamente tautológica e inútil, dice así: «Una manzana roja sobre la yerba verde / Es una manzana roja sobre la yerba verde». La ambigüedad de la imagen fotográfica no está, pues, en lo que ella «es», sino en lo que ella propone, o quiere decir, aunque a fin de cuentas «parezca» otra cosa. Los nuevos artistas del objetivo saben muy bien esto, como también saben que, por primera vez, desde el descubrimiento de la pintura al óleo, la fotografía puede convertirse —y ello está ocurriendo con alarmante rapidez— en una de las más estériles y vanas academias. 

La sociedad de consumo no sería —en escala multiplicada— sino la misma caja de resonancia de la Florencia del siglo XVI con sus múltiples bodegas y «scuole» en donde se plasmaban los nuevos artistas de la paleta. El peligro manierista y académico adviene siempre cuando se utiliza un lenguaje (en realidad la comparación con el lenguaje verbal es inexacta) de probada eficacia, cuya gramática puede ser enseñada y aprendida por cualquiera. La ¬fotografía y la pintura son dos actividades como otras tantas. No necesariamente todos los que las ejercen son artistas. En el mejor de los casos —como en la FIorencia del «cinquecente»— los pintores de oficio, «i mestieranti», son los más difundidos, mientras que las grandes obras, y sus autores, son vapuleados por príncipes, banqueros o papas, según las épocas. La gloria de estos creadores aparece permanentemente mancillada por su condición de siervos de las clases dominantes. Pero si la alternativa parece igualmente improbable, es decir, escapar a la tiranía del capital —principesco entonces, industrial hoy— para caer bajo el yugo de un estado despótico y nivelador, como es el caso de la política cultural en los países socialistas, la única salida para los verdaderos artistas es la toma de conciencia cada vez mayor de su propio rol subversivo dentro de sociedades históricamente taradas, enfermas de la galopante gripe consumista. En este punto no me queda sino hacer estas observaciones de Dwight Mac Donald en su célebre ensayos «Masscult y Midcult»:


Una obra de cultura superior aun cuando sea decadente, expresa sentimiento, ideas, gustos y modos de ver una determinada idiosincrasia y el público reacciona a su vez de manera individual. Además, tanto el creador como el público aceptan criterios de valor, que pueden ser más o menos tradicionales. A veces lo son tan poco que resultan revolucionarios, aún cuando Picasso, Joyce y Stravinsky han conocido y respetado las conquistas del pasado mucho más que sus contemporáneos académicos. Se pueden interpretar sus obras como un heroico retorno a fundamentos más antiguos y más sólidos que habían sido sepultados por las baratijas puestas a la moda por las academias. La «Masscult» es indiferente a cualquier criterio de valoración. Tampoco existe ninguna comunicación entre los individuos. El que consume «Masscult» puede hacerlo como quien come un helado y el que produce «Masscult» se expresa a sí mismo tanto como los «stylists» que diseñan las más recientes atrocidades de Detroit. 

En nuestro continente —por fortuna aún a la zaga en cuanto a cultura de masa se refiere— el poder alienante de los nuevos «media» no ha llegado todavía al paroxismo que se observa en las sociedades avanzadas. En esta casi virginal reserva de caza, las imágenes poseen una extraordinaria carga de verdad que ningún fotógrafo o camarógrafo puede ignorar. Puesto que no ha habido verdaderos creadores visuales desde los tiempos prehispánicos, tampoco hay todavía un ojo puro capaz de captar el substratum de un pueblo y una cultura en evolución. Y ello porque este pueblo y esta cultura no son una continuación sino la descompuesta carrera de un improvisado caballero sobre un caballo europeo. Las espuelas de plata colonial ya no existen. Las riendas tampoco. Y la cabalgadura parece librada a su propio destino, y sin meta alguna. Millares de peruanos —sobre todo los limeños, con penoso ahínco— añoran y aspiran a un europeísmo postizo, y dan la espalda a un auténtico pasado, sin el cual ningún futuro es posible. Gran parte de la tradicional visión de los vencidos es, precisamente, la de no querer ser lo que son sin poder jamás llegar a ser lo que quisieran ser. El drama se abre, pues, con la llegada de la espada y de la cruz, aunque en realidad el sol prehispánico no se haya puesto todavía.

Sol, constelación, signos astrales, criaturas celestes que la imaginación indígena siempre ha colocado en el vértice de la pirámide cultural precolombina. El calendario azteca, las construcciones mayas, los observatorios astronómicos Chavín, los tejidos de Paracas, las líneas de Nazca, etc., no son sino los fragmentos de una portentosa cosmogonía americana cuyos orígenes son aún inextricables. El paisaje mismo contribuye a esta perfecta comunión entre el hombre, la tierra y el cielo. Quizás ningún lugar del planeta posea esa magnificencia espacial que asegura un contacto tan intimo con el universo. Además, la piedra de los Andes, las arenas de la costa y la suntuosidad de la selva bastan para conformar un mundo de materias insólitas que el trajín de la historia ha transfigurado en otras tantas manifestaciones artísticas. Un arte cuya motivación fundamental no fue nunca el ornamento ni la complacencia ni el alarde individual, sino que nació de lo más sagrado del hombre, es decir, de su raíz cósmica, y por lo tanto del sentimiento y la idiosincrasia de todo un pueblo. Ningún cisma entre lo colectivo y lo individual son perceptibles en sus ordenamientos sociales y ello se refleja en sus obras. Puruchuco es ejemplar en este sentido. Su tersa arquitectura ha sido pensada desde adentro, a la manera de una estructura molecular que se desarrolla a partir de un núcleo y se detiene en donde el equilibrio dentro/fuera cae con precisión, como en una balanza.



José Casals ha detenido su objetivo en ese mismo punto. Allí donde el puro juego de luces y sombras, de planos y perspectivas, de volúmenes y espacios modulados podrían invitar a un simple festín visual, a una gratuita delectación de la retina, invitan en cambio a la meditación y al sosiego. La morada de tierra trasciende a la dignidad de la arcilla cuando la toca la luz y la rescata de la informe sombra primordial. Pero la sombra, a su vez, balancea el peso de la luz y se derrama en el espacio intraestructural para hacernos visible el silencio. 
Y ciertas animaciones, ciertas vibraciones de la textura mural, ciertos ángulos y estudiadas perspectivas, corresponden con precisión a la matemática elegancia del conjunto. El alma del antiguo peruano de la costa fue una extraordinaria combinación de exactitud —hija de la observación de las estrellas— y de paciente amor a la vida —hijo de la observación de la tierra.
 
La fotografía en blanco y negro, además, corresponde bien a estas dos coordenadas: la óptica y la interior. La mirada de Casals es una sola con la máquina, porque la máquina no es sino un lente, y la PURUCHUCO FOTOGRAFIADA una realidad de papel impreso que no tendría ninguna otra razón de ser si, en primer lugar, no lo fuera para Casals mismo. Su Puruchuco no es la Puruchuco «tout court» del turista. Ni siquiera la de Arturo Jiménez Borja, ni la mía, ni la de nadie. Su Puruchuco es una exclusiva conquista de su mirada, detenida justo en el instante en que ella accede al pensamiento moderno. El infinitesimal pasaje de lo antiguo a lo actual, de lo arcaico-¬estático a lo inmediato dinámico, del adobe a la electrónica, se realiza en esa milagrosa fracción de segundo. Y es ese instante sin tiempo —que la máquina concibe gracias al artista— el que nos emociona y nos coloca instantáneamente fuera del contexto histórico. La anulación del tiempo equivale al silencio. Y el silencio de Puruchuco se escucha también con los ojos, como lo demuestra José Casals.
 
Muy poca cosa es la palabra que no pretenda ir más allá de ella misma. Aunque los signos verbales, a su vez, no puedan sustituir a la realidad concreta. El lenguaje es una convención y como tal, como cualquier código inventado por el hombre, obedece a precisas leyes estructurales. Los más arcaicos ideogramas egipcios proceden de las observaciones celestes y aunque sus correspondientes jeroglíficos son más tardíos, de ellos deriva el alfabeto fenicio, tabla fundamental de nuestras lenguas occidentales. Utilizamos desenvueltamente —en la vida de todos los días, como en la escritura de un poema— entidades de origen astral, signos que —aparte de su sonoridad y grafía— son en realidad cifras. Los signos fenicios, que dan origen al hebreo y al latín, se multiplican luego en familias diferentes, pero no modifican en lo esencial su remoto origen. Como en las fantásticas utopías verbales de Jorge Luís Borges, el saber total de la humanidad podría perfectamente caber en una sola, hipotética cifra que corresponde al número igual de letras del alfabeto, sometido a un super sistema combinatorio total. Valiéndose de otros medios —justamente, debido a la insuficiencia de la escritura— los mismos egipcios edificaron la Gran Pirámide, suma aún indescifrada del saber total de la época y que hoy podría considerarse como la más sofisticada computadora de todos los tiempos. La escritura no es sino un puente precario entre dos realidades tradicionalmente antagónicas: de una parte, el mundo del Yo (o sea el de los orígenes, si se tiene en cuenta la transfiguración de la cifra cabalística 10 —módulo matemático presente en las antiguas mediciones egipcias y base de nuestro actual sistema decimal— en la sílaba Yo) que corresponde al individuo, al reino interior; y de la otra, al mundo natural o exterior.

Esta dualidad, —inconcebible en el pensamiento oriental, que se radicaliza definitivamente con el budismo Zen— es en cambio una de las fuentes de angustia más resistentes del pensamiento europeo (así como la alternada necesidad o inutilidad de la palabra se da en el mismo plano con igual virulencia y, consecuentemente, con igual poder de anulación). La creciente oposición exterior/interior, individuo/colectividad, se transforma, en el terreno creativo, en la correspondiente dicotomía arte/vida, tan debatida por la vanguardia histórica de la primera post-guerra, hasta el punto que los ecos de esa batalla siguen llegando hasta nosotros bajo forma de nuevas proposiciones tendientes a resolver el «impasse». Inútil citar aquí entre sus mayores representantes a Marcel Duchamp o John Cage. Muchos otros después (sobre todo algunos de los miembros del movimiento Fluxus, florecido en los primeros años sesenta) entre los que es necesario citar a su más reciente y notable representante, el alemán Joseph Beuys, han afrontado el dilema con talento y audacia. Pero, como dice Octavio Paz:

La oposición arte/vida, en cualquiera de sus manifestaciones, es insoluble. No hay otra solución que el remedio heroico burlesco de Duchamp y Joyce. La solución es la no solución: la literatura es la exaltación del lenguaje hasta su anulación, la pintura es la crítica del objeto pintado y del ojo que lo mira. La metaironía libera a las cosas de su carga de tiempo y a los signos de sus significados; es un poner en circulación a los opuestos, una animación universal en la que cada cosa vuelve a ser su contrario. No un nihilismo sino una desorientación: el lado de acá se confunde con el lado de allá. EI juego de los opuestos disuelve, sin resolverla, la oposición entre ver y desear, erotismo y contemplación, arte/vida. En el fondo es la respuesta de MaIIarmé: el instante del poema es la intersección entre lo absoluto y lo relativo. Respuesta instantánea y que sin cesar se deshace: la oposición reaparece continuamente, ya como negación de lo absoluto por la contingencia, ya como disolución de la contingencia en un absoluto que, a su turno, se dispersa. La no solución que es una solución, por la misma lógica de la metaironía, no es una solución.


Texto de Jorge Eduardo Eielson / PURUCHUCO.
Editorial Organización de Promociones Culturales, Lima, Perú, 1970s.
Transcripción completa: http://imaginariotranseunte.blogspot.com/2009/03/puruchuco-jorge-eduardo-eielson.html

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