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Los limeños siempre celebraron los carnavales con entusiasmo y hasta con locura. Los corsos de carros alegóricos de antaño han sido remplazados por frenéticas celebraciones en los clubes departamentales y distritales protagonizadas por los provincianos y sus hijos, quienes constituimos la mayoría de la población.
Las celebraciones callejeras de ahora, en cambio, no se parecen a las de Venecia y solo se comparan con las de Río de Janeiro, por el nivel de violencia que a veces alcanzan. Los desfiles y mascaradas han cedido su lugar a hordas de imberbes que paralizan la ciudad cada domingo de febrero, despilfarrando inconscientemente el agua.
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